Mi primer castigo real

“Estoy llegando” me dijo. Mi corazón comenzó a latir cada vez más rápido. No sabía que esperar y por un segundo pensé en inventar alguna excusa para librarme del problema en el que me había metido; pero la curiosidad y el orgullo pudieron más que el miedo que me daba el encontrarme con el Spanker que había conocido por Internet y con el que había acordado verme para recibir una buena tunda.

No puedo decir que no me mereciera la paliza que iba a recibir. Mi comportamiento esa semana me había hecho acreedora de varios castigos a lo largo de toda la semana. Castigos que, hasta el momento, me los daba yo misma y él los supervisaba a través de la cámara en Internet. El intercambio de todos esos castigos por uno solo real ya no me parecía tan buena idea. Al fin y al cabo, no sabía qué tan severo y agresivo podría ser en realidad. Sin embargo, ya lo había conocido personalmente y no me pareció el típico loco que uno se encuentra en una página de spanking.

Salí y me monté en el carro. Me preguntó si estaba totalmente segura de lo que estaba haciendo. Tuve la tentación de decirle que no, pero definitivamente mi curiosidad podía más. El camino fue bastante cordial, hablamos de temas variados y hasta bromeamos. Era muy difícil imaginarlo regañándome e incluso castigándome debido a su cara de niño ¡Qué equivocada estaba!

Llegamos a su oficina, abrió la puerta y me dejó pasar. En ese momento recordé que había dejado en la casa la cuchara de madera que me había ordenado llevar, sabía que eso iba a ser un castigo adicional así que decidí no decir nada rogando que no se acordara. Estaba muerta de miedo, pero mi orgullo no me dejaba demostrarlo. Me enseñó el lugar y me dijo que me sentara frente a él. Nuevamente me preguntó si estaba segura: Era el momento definitivo, sabía que si aceptaba no había marcha atrás y que tenía que aguantar hasta que él decidiera que era suficiente si no quería que fuese peor. “Estoy aquí por algo ¿No?” fue mi respuesta. Por un momento pensé que se iba a molestar por contestarle de esa forma, pero no fue así. Supongo que él estaba tan nervioso como yo. Lamentablemente sí se acordó de la cuchara, pero no me dijo el castigo que me había ganado por dejarlo.

Me regañó por mi comportamiento mientras me azotaba con su mano, me recordó todas las faltas que había cometido y el castigo que iba recibir: una buena sesión de nalgadas y 20 correazos. No pude evitar reírme, me hacía gracia lo absurdo de la situación. Varias veces habíamos hablado de lo que nos gustaba del Spanking y, sin duda alguna tengo que admitir que lo que más me gusta es el principio… la tensión y la angustia de no saber qué es lo que viene, o de saberlo y estar consciente de que no se puede hacer nada. Esos momentos antes de ser azotada son inigualables y cada gesto, cada palabra, cada orden y cada mirada provocan las mismas sensaciones que provocarían caricias en otras circunstancias.

Me colocó sobre sus rodillas y me pegó varias veces, no muy fuerte pero sí con un ritmo constante. Me levantó y me dijo: “Quítate los pantalones, dóblalos y colócalos sobre la mesa”. Sabía que el castigo iba a ser sin pantalones, ya habíamos acordado que por ser el primero no me iba a quitar la ropa interior siempre y cuando llevara una tanga puesta. No obstante, el tenerlo en frente y pensar que me iba a ver en ropa interior me avergonzó e intenté resistirme. Unos azotes fuertes en las nalgas me dieron a entender que no iba a aceptar desobediencias, así que hice lo que me había pedido.

Con calma examinó mis nalgas y las sobó lentamente. Lamentó tener que castigarlas tan severamente pero me recordó que yo me lo había buscado. Me dijo que me colocara nuevamente sobre sus rodillas, lo cual obviamente es más humillante a que te obliguen a hacerlo, pero sabía que no debía resistirme o sería peor. Ya en sus rodillas con mis nalgas expuestas me recordó lo que me esperaba y sin más, comenzó a azotarme. Al principio no fue tan mal, era hasta divertido pero poco a poco la temperatura de mi trasero comenzó a elevarse y lo que era un dolor placentero comenzó a ser un dolor real. De vez en cuando, se detenía y me ordenaba levantarme para examinar mis nalgas o bien dejarme parada mirando a la pared mientras él tomaba agua y descansaba un poco.

Después de muchas nalgadas, las cuales me fueron imposibles contar, finalmente se detuvo, no sin antes hacerme saber que serían los últimos azotes con la mano y darlos especialmente fuertes. Las nalgas me ardían y me dolían, pero sabía que aún no se había acabado: faltaba lo peor: la correa. Otro rato mirando a la pared sirvió para aumentar la agonía de lo que me esperaba y sabía que lo que había sufrido no era nada comparado con los veinte azotes que iba a recibir.

Con mucha calma y sin decir nada me condujo hasta la otra habitación y me ordenó recostarme sobre el escritorio. Se puso frente a mí y lentamente se quitó el cinturón de cuero negro y grueso; lentamente lo dobló y mi cuerpo se estremeció cuando lo hizo sonar. Sabía que no iba a ser una experiencia agradable, y a la vez sabía que nada me iba a salvar de eso. Yo había aceptado recibir el castigo y nadie me había obligado a estar ahí.

Los primeros diez correazos fueron horribles, pero aguantables. Después de esos me obligó a sentarme sobre sus rodillas mientras me regañaba y me recordaba que eso lo hacía por mi bien. El comentario me dio risa lo que me ganó 3 correazos más. Debí haberme quedado callada. En ese momento se acordó de mi falta al haber dejado la cuchara que me había ordenado llevar. Pero, para ser condescendiente, me dejó decidir entre 25 correazos el sábado siguiente o 5 más ese día y 12 el sábado, siempre y cuando tuviese que escribir unas líneas ese día.

Él sabía lo que yo detesto escribir líneas. ¡No lo soporto! Por eso lo hizo. Estábamos hablando de 8 correazos menos y divididos en dos tandas. Pero tenía que escribir líneas… Mi cuerpo me decía: ¡Agarra las líneas! Pero mi orgullo no me dejaba. Como no sabía que contestar me levantó y me llevó nuevamente a la posición anterior para darme los próximos 10 azotes. Cada golpe me parecía peor que el anterior y podía sentir como mis nalgas, ya bastante rojas por la tunda, podían escocer al más mínimo roce del cuero. Al finalizar se detuvo otra vez y me preguntó cuál era mi decisión.

Sabía que estaba disfrutando el verme debatir entre lo lógico y mi orgullo. Sin embargo después de 20 correazos mi orgullo ya no era tan fuerte como al principio. Elegí las líneas. Pero aún me faltaban 8 correazos más… ¡Qué agonía! Nuevamente a la posición original. “Estos van a ser los más fuertes”. Tenía que contarlos, dar las gracias y pedir el próximo. Como si contarlos y dar las gracias no fuese ya lo suficientemente humillante, pedir el siguiente ¡era el colmo¡ Pero no me atreví a discutir. Cuando dijo que iban a ser los azotes más fuertes no mentía. Hasta ahora había mantenido la posición por orgullo pero a cada azote era cada vez más difícil. “veinticuatro, gracias señor, por favor déme otro”. Faltaban sólo cuatro y ya no aguantaba más, pero no podía decir que no podía, igual no iba a servir de nada. Sin embargo ya no podía mantener la postura con los golpes y una o dos veces me levanté por completo. El último azote fue realmente fuerte. Mis nalgas no sólo ardían sino que podía sentir como palpitaban las marcas que me había dejado el cinturón y que posteriormente se convertirían en morados que tardaron más de una semana en desaparecer.

Me levanté y me obligó a besar el cinturón. Me hizo pedir perdón por mis faltas y asegurarle que de ahora en adelante sería una niña buena, obediente y que no volvería a ser malcriada. Me llevó a la otra habitación y me dijo que me sentara, ¡No podía sentarme! Él lo entendió y me dejó otro rato arrodillada mirando a la pared. Mientras estuve en esa posición puede ver cómo buscaba una hoja y un bolígrafo y escribía algo en ellos. Con todo lo que había pasado ya se me había olvidado lo de las malditas líneas.

Después de un tiempo que se me hizo interminable me ordenó levantarme y sentarme en la silla. Me costó mucho encontrar una posición en la que pudiese permanecer sentada ya que me dolía muchísimo, especialmente mi nalga derecha. Sin embargo, no quería darle la satisfacción de saber cuánto me dolía así que intenté disimularlo lo mejor que podía. Ahí estaba, escrito en la hoja lo que tenía que copiar 20 veces: “Soy una niña malcriada y mal portada que debe ser castigada con muchas nalgadas” ¡Aparte tenía que admitir que era malcriada y que me merecía los azotes! ¿Dónde quedaron las líneas de “No debo ser malcriada”? Escribí las líneas una a una juntando el poco de orgullo que aún me quedaba para no hacer ninguna queja ni ninguna expresión facial que denotara mi incomodidad. Finalmente terminé y se las entregué para que las revisara.

“Muy bien, ¿ves que bella te ves cuando eres una niña buena y obediente?” Revisó nuevamente mi trasero adolorido antes de ordenarme que me vistiera. Mientras lo hacía me repetía cómo debía comportarme de ahora en adelante y me hacía repetir todo lo que decía. Un par de nalgadas para confirmar que todo había quedado claro y nos fuimos.

De más está decir que me costó mucho sentarme en el carro, él lo sabía, pero no decía nada. Tenía una sonrisa en el rostro mientras miraba de reojo como buscaba acomodarme en el asiento. Me dejó en mi casa y al llegar no pude menos que salir corriendo a verme en el espejo… La vista de unas nalgas recién azotadas es inigualable… ¿O me equivoco?

 

cropped-13502547_153235121761132_1532002579590573983_o3.jpg

Deja un comentario